El ser humano
elabora representaciones mentales, no solo de aquello que percibe, sino
también, del contexto situacional que actúa en copresencia del acto perceptivo.
Según el nivel en el que se realice la observación, la atención fluctúa
modificando alternadamente los registros que de ella tomamos en cuenta, ya que
mecánica o intencionalmente, la mirada oscila entre una visión focalizada o
periférica, de mayor o menor profundidad, pero siempre influido por la
subjetividad de nuestro propio emplazamiento.
En este
estado mental ordinario, no es posible construir representaciones puras, toda
representación sobrepasa al objeto, revistiéndolo de lo que preteritamente ha
sido y lo que potencialmente posee en su capacidad de ser, desde esta
perspectiva las representaciones son producto de la actividad elaboradora del
individuo y se derivan, por tanto, del propio funcionamiento cognitivo.
Ninguna forma existe aisladamente, sino solo en relación con las demás, así un objeto sólo puede distinguirse en relación con el espacio que lo rodea, ya que este demarca sus límites, estableciendo la forma que le es propia. Podemos notar que las formas se manifiestan por contraste, como sonido y silencio, plano y relieve, materia y espacio, y emergen a la realidad no como opuestos sino como complementarios inseparables, interdependientes, surge el uno del otro, y sólo por gracia de la división convencional de la que nos valemos para percibir el mundo, se los puede considerar aparte.
Entonces
pretender hallar homogeneidad en un paisaje tan diverso, es tan errado como
creer que existe una separación en todo aquello. Todo objeto carece de
naturaleza propia, de realidad independiente, ya que siempre se manifiestan con
relación a otras cosas. Existe una tendencia relacional en la mirada, pero tan
estrecha que solo conforma fragmentos, partes aisladas de la totalidad real.
Asi es que debemos hilar las experiencias una tras otra, para darle una
significación contextual a lo vivido, lo que nos da un registro lineal de los
acontecimientos, acomodándolos en un espacio que denominamos tiempo.
Cada palabra
refleja una idea y cada idea un pensamiento, y es a través de ellos que
observamos todo. No vemos las cosas como percepción sensorial, ya que cada
sensación se procesa neurológicamente por separado, no es que exista un área
del cerebro que contenga la imagen total de un objeto, solo es un armado
subjetivo condicionado según distintas apreciaciones. Dadas asi las cosas, la naturaleza perceptual
se ve acotada por un mero reconocer en la experiencia, guardando una especie de
homeostasis sicológica, que no excede de los parámetros aprendidos, como
resguardo del equilibrio y estabilidad mental.
Pero no vemos
objetos sino información, que es interpretada de un modo determinado por esta
tendencia, con la que configuramos nuestra idea de realidad. Nuestro sentido de
separatividad es un hábito creado y mantenido por medio de la experiencia y
avalado pragmáticamente por la mayoría de las personas. Pero esta concepción se
derrumba, si vamos mas allá del mero hecho de rendirle culto oral a la consigna
de “sentirse uno con el todo” y nos situamos tras los márgenes perceptuales,
desde donde nosotros mismos nos vemos incluidos, para notar entonces, que
dentro de ese campo de combinaciones complejas, aislamos deliberadamente las cosas, entendiéndolas en
relación con lo que no son, como una única manera conocida de atrapar la
experiencia. Cada cosa que vemos depende, para ser lo que es, de muchos
factores que conforman un sistema mayor que la comprende, y todo ocurre de
manera simultánea, para que asi sea.
Creamos
fronteras que determinan lo que somos y lo que son las cosas, limites que según
se perciba, se desplazan estrechando o expandiéndose de acuerdo a nuestra
perspectiva. Este hecho solo, seria suficiente como para que notemos que no son
divisiones reales, ya que varían constantemente, a pesar de darnos una
sensación en apariencia estable. En el mundo manifiesto las diferencias se
intensifican mientas mas identificados con la experiencia estamos, si atiendo
al mundo perceptual y sus objetos, toda apreciación desde este emplazamiento
estará sujeta a una suerte de concepción binaria, que necesariamente fragmenta
la realidad para poder identificar aquello que la conforma.
Aunque exista
cierta empatía con otras formas que pueblan nuestro espacio perceptual, vivimos
alienados de cuanto nos rodea, solo aquello que podemos sentir como propio, nos
da un registro de entidad como persona.
Amen a la
dialéctica aprendida, que establece la conceptualización de un mundo material
ajeno a nuestra humanidad, quedamos absueltos de procurar cualquier intento de modificar esta óptica,
ya que en ella se sustenta nuestra idea de individualidad, la que no solo nos
aísla de todo lo que percibimos, sino también, a todo aquello entre si.
El mundo de
la otredad se desvanece si logramos comprender que cada parte es constitutiva
de un todo, que nosotros mismos estamos integrados por partes, que éstas
organizadamente, conforman una unidad y tal es el registro que poseemos de
nuestra persona. Lo otro, lo que consideramos externo, del mismo modo, es un
factor fundamental en la configuración de una entidad mayor, que nos incluye.
Creamos
divisiones constantemente, disociando una cosa de otra para analizarla y
comprenderla, y en esto estriba un gran error, porque al delimitar con respecto
a su entorno, al objeto de mi interés, lo abstraigo de un medio que le es
naturalmente propio, y en conjunto, es lo que fundamenta su existencia. No
puedo concebir acertadamente que es algo, abocándome al estudio minucioso de
una de sus partes; todo lo que es, lo es en relación a otras cosas.
La
separatividad es una ilusión, en cuanto es causada por la perspectiva que
tenemos desde nuestra mirada habitual. Es evidente que una visión
auténticamente holística o integral de la realidad deberá también ir acompañada
de un nuevo tipo de conciencia que contemple el presente desde una perspectiva
más abarcadora tanto para el individuo, con respecto a lo que cree de si mismo,
como en su relación con el mundo.